XII
En Ponte Vecchio me acerco a un
grupo de turistas. Hablan de Boccaccio y su Decamerón, cuyo inicio tiene que
ver con la peste que azotó a Florencia en 1348, a partir de la cual se enlazan
los cien relatos del libro. Las aguas del Arnes fueron testigos de la
mortandad, dice uno. Citan a Boccacio: los médicos ordenaron limpiar la ciudad,
prohibieron la entrada de gente proveniente de ciudades infectadas. Sin
embargo, los enfermos morían, incluso a pesar de las oraciones. Cuando salían
unas ampollas hinchadas como huevos en
la ingle o en la tetilla izquierda, se diagnosticaba el mal. Las manchas negras en brazos y piernas significaban la muerte al
tercer día de su aparición. Se creía que la dolencia se transmitía al hablar
con el enfermo, tocar su ropa o un
objeto que hubiese estado en contacto con el desdichado. Unos cerdos rompieron
la vestimenta de un enfermo y a las pocas horas murieron. El pestoso moría
solo, sin ninguna ayuda, porque nadie quería visitarlo, lo que Boccaccio
calificó de proceder bastante inhumano y
cruel: uno abandonaba a su propio hermano enfermo; la mujer a su esposo; y lo
más increíble cuando el padre y la madre huían de los hijos afectados. Pocos
hombres ofrecían cuidados al paciente por grandes cantidades de dinero para
acompañarlos en su despedida final. Se vieron casos cuando enfermo y cuidador
murieron juntos. Las mujeres contagiadas se sentían tan mal que perdían la
vergüenza a la desnudez. La gente se desayunaba en sus casas y cenaba en el
otro mundo. Los entierros se hacían con pocas oraciones para alejarse lo
más rápido posible de la fosa.
Algunos pensaron que estarían a salvo si
comían y bebían poco y apartándose de los amigos. El sexo se prohibía; en
cambio se recomendaba oír música. Pero había otras opiniones: el mal se
evitaba con vino abundante, manjares de
todo tipo y mucho sexo. Alegrarse, reír y bailar también espantaba la peste,
como consecuencia no se lloraba a los muertos y así se conservaba la salud.
Para el mal olor proveniente de los cadáveres se ponían en la nariz hierbas aromáticas y flores. Los hombres y
mujeres huían de Florencia a los campos
aledaños…
Nos alejamos del grupo. Preferimos
respirar la fragancia renacentista de la ciudad acogedora, hermosa y festiva, antes de seguir escuchando
los relatos tristes que casi nos hacen percibir las emanaciones letales que la impregnaron hace siglos de pena y
desconsuelo.
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