XIV
Nos encontramos con Isabel, una anciana
maestra mejicana del grupo de turistas. La acompaña su pequeño hijo, quien no
pasa de los quince años y es muy inquieto y parlanchín. Nunca calla y se mete
en todo. Isabel, con una escoliocifosis severa que descuadra sus caderas, es de caminar lento y penoso. Antes
de entrar en conversación nos dice disimuladamente, para que no la escuche el
muchacho, que no es su madre biológica.
Aclaratoria que hace para evitar
comentarios imprudentes ante la notoria diferencia generacional. Seguramente le
habrían preguntado por el nieto, cuando la realidad es que el chico nunca ha puesto en duda que anda con su madre. Ahorró toda la vida
para llegar hasta Florencia. Se declara admiradora de los Médici y dice que el
Renacimiento se le debe a Lorenzo. A usted como médico-continúa- le debe
interesar el hecho de que los Médici deben
su apellido a que la primera profesión de sus ancestros era la de
médicos. Fíjese en el escudo que he visto en algunas calles: tienen
dibujados unos círculos, que en realidad son pastillas o como dicen ustedes
tabletas a comprimidos, qué sé yo.
Isabel se acomoda al cuello una pañoleta para
agregar: mire, hablando de su carrera, le contaré una
anécdota que una vez leí no recuerdo dónde: una vez estaba cenando Lorenzo de Médici con sus
amigos y surgió una conversación sobre
los oficios y profesiones en Florencia. Uno dijo que lo que más abundaba en la
ciudad eran los artistas, pintores, escultores y artesanos. Otro que los
tejedores de paño; y una dama dijo que los joyeros pasaban de cien. Gonella, el
bufón, expresó que los doctores eran mayoría en Florencia. Lorenzo sonriendo
dijo que sólo había tres doctores florentinos: dos que curaban a todos los
habitantes, y Antonio Ambrosio, su propio médico; pero como Gonella insistía en
su posición decidieron retarlo para que la demostrara. Gonella aceptó la
apuesta y al día siguiente se amarró un pañuelo en la cara y al primero que le
preguntó le dijo que tenía dolor de muelas. Inmediatamente le aconsejaron oler
tres pelos quemados de un gato negro, agarrado
en el cruce de cuatro calles. Un monje le recomendó calentar vino tinto y
beberlo mientras rezaba. Y así Gonella recibía recetas, las cuales anotaba, de
músicos, poetas, sabios y campesinos.
En la tarde el bufón regresó al palacio de
Lorenzo, quien al verlo indagó por la
salud de sus dientes. Me duelen mucho, por favor, llame usted a Antonio
Ambrosio. No es necesario, contestó Lorenzo: -Entiendo mejor de estas cosas que
mi propio médico. Yo mismo te curaré:-
Aplícate compresas de hojas de
salvia hervidas y enjuágate la boca con agua de manzanilla. Además, puedes
darte masaje en los carrillos con un saquito de arena caliente. En la noche
Gonella tenía trescientos nombres de personas que se creían médicos y más de
mil recetas. Había ganado la apuesta. Reímos y celebramos el relato de Isabel.
Más tarde supe que lo contado por maestra es un relato de Ítalo Calvino.
Yo recordé al médico Florentino Antonio
Benivieni, quien al final del Medioevo hizo la primera autopsia, para buscar
las causas de la muerte, en un paciente que no retenía alimentos en el estómago
por tenerlo obstruido con un tumor.
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