MEMORIAS DE ITALIA
Edgardo Malaspina
IX
Subimos
por callejuelas hasta un pequeño restaurant para almorzar. Estamos al aire
libre rodeados de plantas. Todo es colorido, fresco y luminoso. Cerca, un patio
con una fuente. Los compañeros de viaje le obsequian a Natalia un ramo de
flores y una torta con motivo de su cumpleaños. Hacemos un brindis en medio de
expresiones alegres.
No
muy lejos del restaurant nos invitan a una degustación de un licor,
especialidad de la isla: el limonchelo. La bodega se llama La Magia del limón.
En vasitos probamos diferentes sabores frutales de varios colores pero siempre sobre la base del limón. En los
estantes hay botellas de todos los tamaños y de todas las formas posibles, como
para todos los gustos.
Por
un sendero estrecho y largo subimos hasta los Jardines de Augusto. A los
costados se encuentran muchas villas hermosas cubiertas de ramas floridas. Hay
también tiendas de dulces y refrescos, cuyas fachadas se adornan con limones
gigantes amarillos que cuelgan por todos
los ventanales de atención al público.
Desde los Jardines de Augusto, con sus
pinos y palmeras, nos arropa la brisa mediterránea. Sentados en este balcón natural contemplamos el atardecer sobre los farallones con el arrobamiento
conmovedor del espíritu que sólo puede producir lo romántico asociado al
vértigo.
Bajamos
lentamente para ver cada casa con sus muebles, pinturas y rosaledas. En un alto
observo un mosaico con el rostro de Máximo Gorki, el creador del socialismo
real en la literatura. Aquí vivió su exilio dorado y se curaba de la
tuberculosis. Aquí escribió Relatos de Italia, una recopilación de cuentos que
leí cuando era estudiante de medicina en Moscú.
Pero a mi esposa Natalia no le cae bien Gorki.
Dice que su exilio cuando Stalin gobernaba en la Unión Soviética sólo tiene una
explicación: ignorar los horrores del estalinismo. Regresaba a Moscú y recibía
honores del sátrapa. La gente le planteaba lo terrible de vivir bajo la mano
del dictador con la esperanza de que con su autoridad y prestigio lo divulgara
al mundo. Gorki sonreía, callaba y regresaba a su exilio pagado por el Coba.
De
vuelta en el barco descorcho una botella de vino para brindar por mi esposa.
Pepe, el amable guía napolitano, se inclina hacia Natalia y entona, en voz baja
y melodiosa, un canto italiano de
cumpleaños.
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